Pasado mañana se va a cumplir un año del faltazo sin aviso, de la cita incumplida: por primera vez el recital de poemas en su Quilmes natal, en la Casa de la Cultura que había sido por décadas el Palacio Municipal, pared de por medio con la escuela en la que había hecho el primario, frente a la plaza principial. Regresaría, sí, ese día, pero para pasar de largo por la avenida Mitre e ir hasta el Cementerio de Ezpeleta, un lugar hasta poco acogedor para la muerte, urbanísticamente algo así como el Jardín de la Paz de Pilar, pero al revés, en Quilmes, con típico sabor local, ni para recordar agriamente que él como publicista fue el autor del sabor del encuentro. Respiró por última vez y paró. Hoy lo recordaron públicamente el hijo y en nombre del consumo, la inminente aparición de un libro sobre soñares incumplidos, entre los que tuvo una hasta con Kristina.
Ayer, con la falta de casualidad que tiene justamente lo casual, terminé un libro sobre El Negro Quieto. El primero y único que leo sobre el tema. Por supuesto no pude evitar la postura que él tenía sobre el asunto. No sé si habrá algún otro ni pienso averiguarlo. Estaba convencido. Pasaban los primeros meses del 76 y él lo sacudió con la falta de anestesia que solía tener no sólo para estos temas. Me acuerdo haber respondido con un gesto de rechazo y desaprobación. "Pensá lo que quieras", dijo o algo por el estilo. Jamás volvimos a hablar sobre el asunto. Ni falta que hizo.
Un año, para la muerte, no es mucho tiempo. Ni siquiera es tiempo. Borges escribió que las fechas son para el olvido, pero que nos fijan a los hombres justamente en el tiempo. El segundo onomástico de este tipo no tendrá sentido o pasará inadvertido. Quizá hasta el quinto. En el décimo, seguro.